El ser humano tendría pocas posibilidades de ser feliz, o al menos de contar con intervalos de alivio o de ligera alegría, si no dispusiera de su asombrosa capacidad de olvido. ¿Qué significaría vivir con una memoria proyectando los mismos acontecimientos las 24 horas? Es posible que una conciencia demasiado severa le anulara cualquier voluntad de disculpa o piedad y lo mantuviera en permanente conflicto, con el rencor susurrándole al oído noche y día, provocándole una sed delictiva de venganza difícil de controlar. Tal vez todo ello lo conduciría a la locura o a una guerra masiva y sin fin.
Escribe Milan Kundera: “Si la Revolución Francesa tuviera que repetirse eternamente, la historiografía francesa estaría menos orgullosa de Robespierre”. Y agrega al final del mismo párrafo en La insoportable levedad del ser: “Hay una diferencia infinita entre el Robespierre que apareció sólo una vez en la historia y un Robespierre que volviera eternamente a cortarle la cabeza a los franceses”. La levedad, viene a decirnos, refleja la condición fugaz de los hechos, una suerte de indulgencia ante la realidad para poder soportarla, mientras que el peso se identifica con la constante clonación de esos mismos hechos y, por lo tanto, con una intolerable y empecinada estupidez. Y según Parménides, concluye Kundera, la levedad es lo positivo mientras que el peso lo negativo.
Aunque en apariencia resulta sencillo distinguir lo uno de lo otro, pocas veces puede el individuo reservarse el derecho a elegir. Basta ver una ronda de noticias cada tanto para sospechar que la historia tiene un carácter circular, un gran peso, y que el infortunio se repite sin descanso, como si nuestra especie fuera incapaz de aprender de su propia desgracia o de su propia vileza. Y para ahondar el desaliento, cuando hablan los responsables de los problemas irresueltos, aquellos que dicen tener claro qué hacer y cómo hacerlo, la familiaridad de sus palabras, en un discurso mil veces oído y ya desgastado, revela que forman parte de la misma rueda que no deja de girar.
En los últimos meses, se han visto una y otra vez casi las mismas noticias de años anteriores, incluso con un empeoramiento en sus cifras o matices que obliga a cambiar adjetivos como “serio” por “desesperante”, “dramático” por “catastrófico” o “peligroso” por “irreversible” en temas recurrentes y sin solución a la vista. Sin embargo, y para pesar de quienes han sido condenados a esperar una respuesta, da la sensación de que la sensibilidad va desapareciendo en tanto los desastres y las pérdidas se tornan cotidianos; de que cuanto más se mira menos se ve y ya casi nada se siente.
Así, no es raro presenciar en directo, mientras cenamos en casa, un ataque con misiles a un colegio o un hospital en Ucrania, los incendios que arrasan bosques y dejan sin hogar a miles de familias en extensas regiones del globo, la devastación provocada por las sequías en territorios antes fértiles y donde ahora el agua comienza a generar un ambiente bélico entre comunidades o países, o los fenómenos meteorológicos extremos que producen huracanes o inundaciones donde nunca los hubo para confirmar por enésima vez la depredación de nuestro planeta. Pasando el bocado de un lado al otro de la boca, probablemente dudemos de haber visto las mismas imágenes en otras ocasiones.
Pero entre todas las noticias graves y de efecto giratorio, la que muestra la interminable tragedia de la inmigración debería sacudir la indolencia y provocar algunas preguntas. Según datos actualizados de las Naciones Unidas, alrededor de 300 millones de personas, casi cinco veces la población de Francia, están en estos momentos huyendo de sus países hacia otros donde no son bienvenidos e, incluso, resultan maltratados o directamente fusilados, como en Arabia Saudí. En Europa, los medios de comunicación, a modo de parte diario de guerra, informan de desaparecidos y ahogados en el Mediterráneo. Se lo ha dividido en tres frentes (también como en una guerra): oriental, occidental y central.
Este último es el que registra más movimiento y el más peligroso. Significa recorrer 700 kilómetros desde Túnez o Libia hacia Italia, en embarcaciones frágiles y superpobladas a cambio de pagar a las mafias 5000 dólares por persona. En lo que va de este año, han llegado por esas vías al continente alrededor de 100 mil inmigrantes, y, entre ellos, 3.300 niños no acompañados, lanzados a una peligrosa aventura por familiares que creen procurarle así un futuro. En el camino, ya han sufrido toda la variedad de abusos imaginables.
Muchos van a parar al fondo del Mediterráneo, el gran cementerio de la vergüenza. Desde 2014 hasta estos días se registraron 28.071 muertos y desaparecidos, pero se cree que la cifra es mucho mayor. De ese total, 26.155 se ahogaron en la travesía. Una de las tragedias más recientes ocurrió hace poco, a 80 kilómetros de la costa griega. Se estima que murieron 500 inmigrantes, entre ellos unos 100 niños, al hundirse un barco con 700 a bordo. La guardia costera, aunque había recibido la alerta, acudió tarde al rescate. Antes llegaron las ONG y las cámaras de televisión. Sucede esto con tanta frecuencia que no es que extraño que los turistas en las playas o habitantes de las costas vean un día cualquiera saltar de unos cayucos a personas envueltas en jirones, algunas con bebés en brazos, y el espanto en la mirada; o se encuentren con cadáveres tendidos en la arena, lo que confirma que hubo un naufragio a poca distancia.
Se trata, sin duda, de una gigantesca crisis humanitaria de la que los países desarrollados se ocupan sólo, y a veces, en los discursos y luego en general abandonan en la práctica porque no conlleva un rédito político. De hecho, se ha demostrado que cuando hubo disposición, como en el caso de Ucrania, se abrieron las fronteras y a los recién llegados se les proporcionó en tiempo récord alojamiento, cobertura sanitaria, educación para los niños y adolescentes, trabajo para los adultos y la documentación para que vivieran legalmente dentro de la Unión Europea. Son condiciones que se les niega a quienes huyen de otros conflictos. Preguntarse por qué conduce a conclusiones tan simples como crueles.
El clima político tampoco ayuda para encontrar una salida. Se han construido muros literales en Hungría y Polonia, países con presidentes abiertamente xenófobos; y otros de odio (también xenófobos y racistas) donde la ultraderecha gobierna desde hace ya un tiempo, como Eslovaquia, o más recientemente, como en Italia, o donde ha conquistado espacios de poder, como en Suecia y Finlandia, o se unió a otras fuerzas que necesitaban de su apoyo envenenado para alcanzar el poder, como en gobiernos autonómicos españoles. Lo que antes se oía en voz baja, ahora suena por los megáfonos de los actos proselitistas o sale sin reparos de boca de altos funcionarios. Por ejemplo, se descubrió que la viceprimera ministra finlandesa, Riika Purra, hasta hace poco publicaba con un seudónimo mensajes en Internet invitando a “escupir a mendigos” o “golpear a niños negros”. En uno de ellos afirmaba que si le dieran un arma “habría incluso cadáveres en los trenes de cercanías”. Toda una declaración de principios.
Seguramente en lo que queda de año y en los años venideros habrá más reuniones de líderes mundiales, todas ampliamente publicitadas, para volver a tratar el tema y luego desempolvar el mismo catálogo de intenciones sin consecuencias prácticas. Darán la impresión de estar preocupados, como pasa a menudo con el cambio climático o con el hambre de millones de personas. Al apagarse las luces, subirán a los aviones y volverán a sus países. El peso del que hablaba Kundera seguirá prevaleciendo sobre la levedad para el resto. Quienes toman las decisiones, o simulan que lo hacen, seguirán apostando a ese mecanismo natural del ser humano que le proporciona en dosis diarias la medicina del olvido.